Cuando dejamos de ser libres


Hace 5 años que por elección tuve que aprender a tener lejos a una parte importante de las personas que quiero. Que perdí la libertad de poder abrazar, besar y disfrutar de largas conversaciones alrededor de una mesa, con mis raíces y cimientos, en cualquier momento. 
Pero siempre había una fecha establecida, y cuando arrancaba esa hoja del calendario, rodeaba el siguiente número con ilusión. Así el dolor por la libertad perdida se atenuaba.
Ahora el calendario está despintado y simplemente hay sombreado un quizá.
Esa sombra de libertad que podemos sentir en algún momento deja de ser real, se llena de miedos, de distancia, de mascarillas con las que nos cuesta respirar pero que nos mantienen vivos.
Este fin de semana hemos llenado el coche con trastos nuevos, y otros que normalmente están en el fondo del armario. Hemos cogido carretera y manta literalmente y dormido bajo las estrellas, a ratitos ocultas por las típicas nubes irlandesas, buscando ese atisbo de libertad, ese reflejo irreal de normalidad en el espejo. Enseñándole a los niños que podemos continuar experimentando el privilegio de las primeras veces. Para que este verano atípico tenga de alguna manera sentido.
Y hemos sonreído, y por momentos olvidado que ya no somos libres, instantes de falsa realidad que se esfuman al mirarnos a los ojos, al leer en los gestos de las personas, con las que nos cruzamos en la distancia, esa melancolía, esa tristeza compartida de manera global. Ese duelo, que ha llegado por sorpresa, para el que no estábamos preparados, como la mayoría de los duelos, y que nos ha dejado tan helados.
Y me encantaría verle el lado positivo a todo esto, centrarme en el aprendizaje que estamos experimentando, en la búsqueda de un mundo más sostenible y más concienciado socialmente, en la curación de un planeta que en realidad estábamos matando… pero estoy profundamente triste, y sólo veo las nubes que tapan las estrellas.

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